Video: Discurso del presidente Andrés Manuel López Obrador en el 112 Aniversario de la Revolución Mexicana

Amigas y amigos;

Autoridades y servidores públicos de la Fuerzas Armadas y del Gobierno de República;

Familiares de militares, marinos ascendidos este día;

Mexicanas y mexicanos:

Las fechas de la Revolución Mexicana nunca podrían pasar inadvertidas para quienes estamos sinceramente comprometidos con hacer valer las libertades, la igualdad, la justicia, la democracia y la soberanía.

Son varias las lecciones que nos dejó la Revolución, pero hay dos enseñanzas mayores: una es que las dictaduras o las oligarquías no garantizan la paz ni la tranquilidad social; y la otra es que los gobiernos democráticos solo pueden tener éxito si atienden las demandas de las mayorías y, en consecuencia, consiguen a cambio, como recompensa, el apoyo del pueblo.

Consideremos esta paradoja: los regímenes autoritarios terminan siendo subversivos. Así, las opresivas condiciones políticas, económicas y sociales del porfiriato provocaron la Revolución. La lección es que ningún modelo económico funciona si se sostiene con las armas y si la prosperidad de unos pocos se sustenta en la esclavitud y el empobrecimiento de muchos.

Desde su inicio, la dictadura porfirista se orientó a favorecer a los ricos y dio la espalda a los pobres. Aunque Porfirio Díaz era de origen humilde, siempre procuró pertenecer a los de arriba y agradar a potentados nacionales o extranjeros.

Logró culminar sus pretensiones aristocráticas cuando contrajo matrimonio con Carmen Romero Rubio, una joven de 17 años que pertenecía a la alcurnia mexicana, hija de Manuel Romero Rubio, antiguo ministro de Relaciones del presidente desterrado Sebastián Lerdo de Tejada. Don Daniel Cosío Villegas, sostenía que esa ceremonia, esa boda “es quizá el primer brote aristocrático ostensible de la vida mexicana desde la caída del Imperio”.

Con el porfiriato comenzó la época de los grandes negocios al amparo del poder público. Por ejemplo, en mayo de 1881, se llevó a cabo una maniobra que puede considerarse precursora de las prácticas del influyentismo y de la corrupción política del México moderno. El secretario de Hacienda, Francisco de Landero y Cos, vendió a Ramón Guzmán, Sebastián Camacho y Félix Cuevas 36 mil acciones de la línea de trenes de México a Veracruz, inaugurada por Lerdo que, hasta entonces, era la única vía férrea en el país. El gobierno aceptó que le pagaran por cada una de las acciones de la empresa 12 libras esterlinas, cuando ese mismo día en la Bolsa de Londres estas se cotizaban en 16 libras y la tendencia iba al alza. Uno de los compradores y beneficiarios del fraude era Ramón Guzmán, quien seis meses después firmaría como testigo de Carmelita en su boda con Porfirio.

Es un mito, una mentira alentada por los conservadores que en esa dictadura se gobernó con honradez y disciplina administrativa y financiera. Por el contrario, allí empezó la política del rescate de la quiebra a las empresas de los potentados, tipo Fobaproa. Estas decisiones en beneficio de las élites fueron en buena medida responsables del endeudamiento del país, que llegó a ser equivalente a cinco veces su presupuesto anual. Por lo demás, la corrupción política prevaleció en todo el periodo porfirista.

La inversión privada, a pesar de ser supuestamente la palanca principal del crecimiento, fue escasa y, obviamente, de carácter meramente lucrativo, antisocial y antinacional. El porfirista Francisco Bulnes asegura que la mayor cantidad de obra pública realizada durante ese régimen se financió mediante la emisión de bonos y contratación de deuda.

Según su análisis la inversión privada para obras como la hidroeléctrica de Necaxa, que costó 70 millones y llegó en total a 286 millones de pesos de aquellos tiempos; sin embargo, la obra financiada con deuda pública se estima en 667 millones de pesos; es decir, 69 por ciento más que la inversión privada nacional o extranjera. Conviene destacar que el monto mayor de la deuda contraída por el gobierno fue el destinado a construir 18 mil kilómetros de vías férreas de concesión federal, pues, en 1908, dos años antes de que estallara la Revolución, se rescató a las empresas extranjeras que poseían los bonos de los ferrocarriles con un costo de 500 millones de pesos, el 52 por ciento de toda la inversión pública y privada aplicada durante el porfiriato en obras e industrias de nacionales y extranjeros.

Esta operación de rescate a las empresas ferrocarrileras extranjeras fue tan onerosa para México que el periodista John Kenneth Turner, escritor del libro México Bárbaro, asegura que en el negocio de la compra de los ferrocarriles a las compañías extranjeras “el ministro de Hacienda, José Yves Limantour […] y Pablo Macedo, hermano de Miguel Macedo, subsecretario de Gobernación, […] se repartieron una utilidad de 9 millones de dólares en oro…”. La versión de Bulnes es distinta pero no menos indicativa de corrupción: afirma que en la compra de acciones de las empresas ferrocarrileras, Julio Limantour, hermano del secretario de Hacienda, contó con información privilegiada y que con un crédito del Banco Nacional adquirió anticipadamente acciones que circulaban a bajo precio en el mercado de Nueva York para después venderlas “a precio elevado al gobierno mexicano, representado por el hermano del fervoroso especulador”.

Con tales hechos se puede entender cómo se pensaba y actuaba en el régimen porfirista. El hombre fuerte, el caudillo o dictador, no solo compartía ese estilo o forma de gobierno, sino lo encarnaba: admiraba a los llamados hombres de negocio y en especial a los foráneos, mientras despreciaba al pueblo raso, a los pobres de su país.

En su pensamiento, por ejemplo, los indígenas, dueños originarios del territorio, acaparaban, según él, las tierras y había que despojarlos por la fuerza para entregarlas a particulares, emprendedores, nacionales o extranjeros. Las llamadas “campañas” contra los mayas, mayos y yaquis, fueron en realidad una segunda conquista, no menos brutal que la de 1521. Sin considerar la represión de los mayas y de otros pueblos indígenas, el gobierno federal empleó […] contra los yaquis, 4 mil 800 soldados y 3 mil contra los mayos, o sea, la cuarta parte del ejército”. Esta guerra de exterminio que significó asesinar a 15 mil yaquis, no solo es la más infame prueba del carácter dictatorial del régimen porfirista, sino uno de los capítulos más vergonzosos de nuestra historia patria.

Un trato parecido recibieron los obreros que trabajaban, de sol a sol, sin derecho de asociación ni protesta so pena de despidos y hasta de cárcel. En 1906, en las negociaciones obrero patronales de la industria textil de Veracruz, Puebla y Tlaxcala, lo único que aceptaron los patrones del pliego petitorio de los trabajadores fue que solo laborarían de las “… seis de la mañana a las ocho de la noche, menos dos intervalos de cuarenta y cinco minutos para el almuerzo y la comida”.  Y cómo olvidar la brutalidad aplicada en las matanzas y encarcelamientos de obreros y dirigentes de las huelgas de Cananea, en Sonora y Río Blanco, en Veracruz.

Pero al final, ni el autoritarismo ni la esclavitud ni el tan cacareado progreso, pudieron impedir que surgiera la Revolución. Turner, periodista estadounidense, ya citado, en su libro escrito en vísperas del jolgorio porfirista del centenario de la Independencia, acertó al decir: “En México existe hoy un movimiento nacional para abolir la esclavitud y la autocracia de Díaz”. Y agregaba: “Bajo el bárbaro Gobierno mexicano actual, no hay esperanza de reformas, excepto por medio de la revolución armada”.

Y así fue. Un hacendado de ideas libertarias y lleno de bondad, Francisco I. Madero, convocó al pueblo el 20 de noviembre de 1910 a tomar las armas contra la dictadura porfirista; el 14 de febrero de 1911, Madero entra al país, se pone al frente de los revolucionarios y luego de fracasar en Casas Grandes, monta el cerco para la toma de Ciudad Juárez, Chihuahua, con el apoyo militar de Pascual Orozco y Francisco Villa.

El triunfo en Ciudad Juárez desató con más fuerza la revolución en el país. Casi todas las capitales y las ciudades importantes fueron ocupadas por diversos grupos adheridos al maderismo. El 21 de mayo, en la noche, frente a la aduana de Ciudad Juárez, se firmó el convenio de paz que incluía el compromiso de renuncia de Porfirio Díaz; el nombramiento de Francisco León de la Barra, secretario de Relaciones, como presidente interino y la expedición de la convocatoria a elecciones generales en los términos previstos en la Constitución, entre otros acuerdos.

El 25 de mayo de 1911, Porfirio Díaz renuncia a la presidencia que había ocupado legal, formal y de hecho durante 34 años. El viejo dictador, ahora en calidad de ex presidente, salió de la Ciudad de México el mismo día por la noche rumbo al puerto de Veracruz; protegido por una escolta al mando del general Victoriano Huerta, y el día 27 embarcó en el vapor Ipiranga rumbo a Europa. Mientras tanto, Madero viajaba de Ciudad Juárez a la capital y en todo el trayecto es aclamado por el pueblo, mas no tanto como el primero de junio de 1911, cuando hizo su entrada triunfal aquí, en la Ciudad de México, donde lo recibieron alrededor de 100 mil personas.

El comportamiento de la oposición durante el gobierno democrático, legal, legítimamente, del presidente Madero, es muy aleccionador de cómo los de arriba, los oligarcas, la mayoría de la prensa, los intelectuales acomodaticios y los políticos corruptos, suelen ser amigos de mentira y enemigos de verdad.

Como revolucionario y después como presidente, Madero actuó con rectitud, congruencia y respeto a las libertades, pero por lo complejo del asunto o por error político, no logró hacerse de una base social para sostener su proyecto democrático y enfrentar así a la reacción conservadora.

En contraste, a diferencia del maderismo, la derecha aprovechó el ambiente de libertades para aglutinar a todos los que sentían amenazados sus intereses y fue articulando una base civil de apoyo al golpe militar. En la propia Ciudad de México, aquí, se formó un grupo de jóvenes reaccionarios de clases altas y medias que alentaba el cuartelazo y animaban a la población a rebelarse contra el presidente Madero.  Aun con la nefasta actuación de estos “fifís”, la canallada mayor la ejecutaron militares, políticos y Henry Wilson, el embajador estadounidense en México, el embajador más siniestro de todos los tiempos de Estados Unidos en nuestro país.

No voy a relatar lo acontecido en los últimos días del gobierno del presidente Madero ni su dolorosísimo asesinato. Solo diré que se trata de uno de los episodios más abominables de la historia de nuestro país.

En todo caso, la traición contra Madero ayuda a entender el porqué de nuestra estrategia política; si no estuviéramos respaldados por la mayoría de los mexicanos y en especial por los pobres, ya nos habrían derrotado los conservadores o habríamos tenido que someternos a sus caprichos e intereses para convertirnos en simples títeres o peleles, de quienes ya se habían acostumbrado a robar y a detentar el poder económico y político en nuestro país. Ya se sentían los dueños de México.

Amigas, amigos; integrantes de las Fuerzas Armadas,

Los ejecutores del cuartelazo fueron militares del antiguo régimen porfirista como Victoriano Huerta, Bernardo Reyes, Félix Díaz, Manuel Mondragón, Gregorio Ruiz, Juvencio Robles, Aureliano Blanquet, Francisco Cárdenas y otros, que habían hecho carrera cometiendo atropellos en distintas regiones del país y que se habían ganado la fama de represores por la brutalidad con la que trataron a pueblos indígenas para despojarlos de sus tierras, aguas, bosques y otros bienes comunales.

El 18 de febrero, mientras en La Ciudadela son cruelmente asesinados Gustavo Madero y Adolfo Bassó, el presidente Madero, el vicepresidente Pino Suárez y el general Felipe Ángeles son aprehendidos aquí en el Palacio y encarcelados en la intendencia. Por la tarde, Victoriano Huerta notifica a todos los gobernadores y a las autoridades militares, en un escueto y nefasto telegrama “que autorizado por el Senado, he asumido el Poder Ejecutivo, estando presos el presidente y su gabinete”.

Lamentablemente, esta felonía fue acatada por casi todas las autoridades civiles y castrenses. Solo un gobernador, Venustiano Carranza, reunió esa noche a sus colaboradores en su casa de Saltillo, Coahuila, y les hizo ver la necesidad de desconocer al usurpador.  Al día siguiente, el 19 de febrero de 1913, se dirige al Congreso y sostiene que “el Senado conforme a la Constitución no tiene facultades para designar al primer magistrado de la nación, no puede legalmente autorizar al General Victoriano Huerta para asumir el Poder Ejecutivo y, en consecuencia, el expresado General no tiene la legítima investidura del presidente de la República”.

Ese mismo día, la Comisión de Puntos Constitucionales del Congreso Local aprobó un dictamen desconociendo a Huerta y concediendo facultades extraordinarias al gobernador Venustiano Carranza para crear las Fuerzas Armadas y sostener el “orden constitucional de la República”.

Este es el origen del actual ejército, por eso el día del Ejército se celebra precisamente el 19 de febrero, este es el origen del actual Ejército  que surge del pueblo para defender la legalidad, la democracia y hacer valer la justicia. Tengo en mi poder el cuestionario que, todavía, en 1916, debían llenar quienes deseaban ingresar al Ejército. Entre otras cosas, se les preguntaba si habían ocupado, cito textualmente: “…un cargo en la época del dictador Porfirio Díaz o en la época de la usurpación del asesino y traidor Victoriano Huerta”.  A lo largo de su historia es más lo bueno de esta institución militar que los errores o sus manchas, muchas de ellas no atribuibles a los mandos militares, sino a los gobiernos civiles que en algunas ocasiones las han utilizado indebidamente, han utilizado a las Fuerzas Armadas para reprimir al pueblo.

En el ámbito latinoamericano e incluso en comparación con lo sucedido en otros países del mundo; las Fuerzas Armadas de México son excepcionales porque nunca han pertenecido a la oligarquía; los soldados, marinos y oficiales vienen de abajo y tienen como origen e identidad el México profundo.

Ahora en esta nueva transformación, como en los orígenes, existe una convivencia estrecha y fraterna entre el pueblo uniformado y el pueblo civil. Tanto la Secretaría de la Defensa como la Secretaría de Marina son pilares fundamentales del Estado de derecho, democrático y social.

Con las nuevas reformas a la Constitución, el Ejército y la Armada nos continuarán apoyando en labores de seguridad pública y la Guardia Nacional se terminará de consolidar bajo la dirección de la Secretaría de la Defensa.

Estoy seguro que seguiremos contando con Fuerzas Armadas para defender nuestra soberanía e integridad territorial y, al mismo tiempo, serán garantes de la seguridad pública, como cuerpos de paz y de progreso con justicia.

Felicito a todos los oficiales de Marina y Defensa que ascienden este día histórico, 20 de noviembre, y los convoco a mantener siempre en alto la lealtad al pueblo y el amor a la patria.

Muchas gracias.

Zócalo de la Ciudad de México, 20 de noviembre de 2022